El cielo negro, el hedor de los cadáveres se eleva por
encima de las grisáceas ramas de los árboles, la muerte ronda, se mueve
arrastrando sus pies por encima de la hierba seca. Repta olfateando y lamiendo
los cuerpos inertes, los toca, los acaricia, se excita, los muerde y eyacula.
Se arrastra entre el barro sucio, los agarra y ellos se revuelcan
acompañándola.
Tienen su mirada perdida, sus rostros deformes y rígidos,
sus extremidades contraídas y huesudas. A ella le gusta eso, se regocija
rozándose contra esos cuerpos deformes. No sienten, ni siquiera se mueven, ella
adora el rigor mortis, adora la rigidez de sus amantes. Su lengua se cuela como
una larva inquieta entre sus dientes y con su mano enfermiza comienza a sobar
sus partes mórbidas.
Sueña con Dante, sueña con su infierno, lo desea, desea su
delirio de muerte. Posee a uno y a otro, y en una orgía desenfrenada despoja de
resquicios de vida a todos esos cuerpos apilados, morbosamente tumbados sobre
el campo. Y así pasan los años,
follándose a los muertos, lamiendo a los muertos. Y a los muertos se los
comen los gusanos, desaparecen, se pudren en su desdicha siendo violados y
vejados. Pero hay más, muchos más, cada día hay más cuerpos que tomar, y la
muerte se relame y repta, dejando su rastro baboso sobre los restos de aquellos
que acaba de profanar.

