Monday, April 13, 2015

EL RESPLANDOR DE BERLÍN

Mi nombre es Gerald, tengo 18 años y pertenezco a uno de los grupos de asalto popular conocidos como Volkssturm, destinados a la defensa de Berlín. Son las ocho y media de la mañana, aún está amaneciendo pero el resplandor de las llamas es tan intenso que ilumina toda la ciudad. Edificios en ruinas, muertos por doquier y montones de basura adornan lo que es ahora el último bastión del nazismo en Europa. Estamos a principios de Mayo y el ejército rojo ha tomado prácticamente la totalidad de la ciudad. Tan sólo grupos aislados de alemanes fieles al Führer, pertenecientes al Volkssturm, se defienden como pueden escondiéndose entre escombros, restos de inmuebles o en improvisadas trincheras practicando una guerra de guerrillas sangrienta y atroz.

Y aquí me encuentro yo, sentado en la chatarra agujereada y herrumbrosa de lo que algún día fue un coche fumándome un cigarrillo, sin esperanzas, esperando que lleguen de un momento a otro las feroces fuerzas bolcheviques. Mis compañeros están nerviosos, unos fuman de manera frenética, mientras otros simplemente esperan cabizbajos o algunos dejan entrever entre sus curtidos rostros lágrimas que yo interpreto como terror. El mismo terror que yo estoy sintiendo ahora mismo al ver los montones de cadáveres que se apilan en la calle, algunos mutilados, otros calcinados. De repente, suena una tremenda detonación y los cimientos de la tierra tiemblan, la artillería rusa ha abierto fuego contra nuestra posición. Hemos sido descubiertos y el proyectil ha impactado contra un edificio cercano. Corremos y comprobamos que los cascotes han alcanzado a algunos de los nuestros que agonizan bajo los enormes bloques de piedra.
 
En un latido desaparecemos como cucarachas entre las laberínticas calles desiertas de la ciudad. Yo llevo como defensa un único subfusil italiano Beretta, modelo 38 y un puñal. Dos de mis compañeros cargan pesada y lentamente con una ametralladora modelo MG 42 con su respectiva munición, mientras otros solo llevan encima escopetas de caza o deportivas y unos pocos cartuchos incautados en cadáveres o en casas. Corremos hacia los callejones del devastado Berlín, pero muchos caen bajo el fuego ruso. No hay tiempo de socorrerlos y en la lejanía vemos como los tanques aplastan bajo sus cadenas, impasibles, los cuerpos de nuestros compatriotas caídos.

El grupo se dispersa y yo colaboro en montar un improvisado nido de ametralladora en la ventana de un edificio medio derruido. El estruendo de obuses impactando en casas y vehículos, y el monótono y repetitivo sonido del fuego cruzado se meten en mi mente y la taladran como si fuera un martillo. Estoy agazapado contra la pared empuñando mi arma expectante, cuando de pronto el MG 42 comienza a silbar. Sudando y con el corazón en un puño acierto a levantarme lo suficiente como para mirar por una ventana lo que sucede en el exterior, veo el polvo que levantan los disparos entremezclándose con la sangre de los soldados rusos que, tomados por sorpresa, caen como moscas desapareciendo entre la polvareda gris. Hay gran confusión, un compañero me insta a disparar sacudiéndome fuertemente mientras me grita a la cara algo que soy incapaz de comprender. Cojo mi subfusil y apuntando por un pequeño boquete entre los sacos terreros empiezo a descargar la munición, la primera víctima de mi subfusil es un hombre rudo y moreno. Le alcanza la primera ráfaga y se desploma contra el suelo, y así el siguiente, y el siguiente.

Pronto nos descubren y mueven los carros de combate hacia nosotros, nos apresuramos a recoger los pocos bártulos que nos quedan, desmontar la ametralladora y esfumarnos. Intentamos salir sin ser vistos, pero entre las estrechas callejuelas, un grupo de soldados enemigos, aturdidos por la emboscada, advierten nuestra presencia y abren fuego. Algunos de los nuestros caen, otros escapan, y otros, cobijándose en portales les hacen frente. Yo me tiro al suelo y me refugio contra el cadáver de un compañero caído. Tras unos segundos, me decido a intentar escapar reptando en medio de la confusión de la batalla. Trago polvo y tierra mientras mis manos, brazos y piernas se desgarran a medida que intento avanzar debido a las bifurcaciones ocasionadas por las bombas en el asfalto. El hedor es insoportable, los gases, la basura y los cuerpos en descomposición hacen prácticamente imposible el permanecer cuerpo a tierra sin máscara de gas.

Ya lejos de la callejuela me levanto y me refugio en el umbral de una casa, me meto dentro, subo hasta el primer piso y me siento contra una esquina. Desde aquí puedo ver el cielo gris del mediodía, atisbo a ver un sol blanquecino y triste cubierto constantemente por la humareda de las inmensas columnas de fuego que adornan Berlín. A mi alrededor veo lo que un día fue el rellano del hogar de una importante familia burguesa. Ahora solo quedan escombros amontonados contra las esquinas, restos de piedra, hierro y ladrillo. Por las escaleras un hilillo de agua sucia y barro seco se vislumbra por encima del suelo negruzco. Me levanto y recojo los restos de un ejemplar de Der Angriff, está demasiado destrozado y sucio como para leer su número o año de publicación, probablemente uno antiguo, de hace algunos años. Solo trae algunos datos sobre el Führer y propaganda. Propaganda sobre el partido, sobre el régimen, propaganda antisemita y antibolchevique, toda esa bazofia que nos han hecho tragar durante todos estos años. Y al final ¿para qué?. Para acabar reflexionando sobre ello en éste sucio lecho de muerte a cielo descubierto, sentado sobre un lodazal de sangre y ceniza. Lo tiro con rabia y lloro, lloro por ver mi patria destrozada, mis amigos, familiares, compatriotas, todos muertos. Todo perdido, la Alemania grande de antaño ahora se consume pasto de sus propias llamas. La emoción y la rabia se apoderan de mi estómago que junto con los hedores de la calle hacen que, precedido de fuertes arcadas, vomite y me desvanezca durante unos segundos.

Pero la guerra en la calle, más allá de mis pensamientos y sentimientos, continúa siendo una realidad y yo debo ser participe de ella aunque nunca haya querido serlo. Me levanto de mi escondrijo y agarro mi subfusil dándome cuenta de que no tiene munición y los cartuchos que llevaba en mi cinto ya no están. Subo al piso superior, donde apenas queda la mitad del suelo de la habitación, rebusco y al fin encuentro, junto al cadáver de una mujer, una extraña pistola con forma de puro, en la empuñadura aún se puede leer: ASTRA en letras mayúsculas. Sigo rebuscando, y al fin, encuentro algunas balas.

Armado con mi nueva pistola, bajo a la calle para intentar reagruparme con los miembros del Volkssturm que aún queden con vida. Avanzando agazapado busco algún vestigio de la resistencia alemana, pero sólo consigo ver uniformes rusos por todas partes. El fuego de la artillería es cada vez más intenso y cercano, una nube de humo grisáceo se levanta por encima de mi cabeza y allá en la lejanía, consigo distinguir dos siluetas que corren torpemente cargando cada uno con un Panzerfaust. Sin duda son los restos del poderoso ejército alemán que se erguía y desfilaba orgulloso hace muy pocos años frente al Reichstag. Decido acercarme a ellos, y con prudencia me muevo pegado a las esquinas con los cinco sentidos alerta. Es una tarea costosa y cansina, mis pies se hunden en la arena ennegrecida y tengo que esquivar hoyos, muertos, restos de barricadas y otros objetos para abrirme paso. Al llegar a Friedrichstraße veo una batería antiaérea inutilizada y los restos carbonizados de sus operarios adheridos a ésta, adornado todo ello por alambre de espino y varias estructuras de madera cruciformes, una visión impactante y dantesca iluminada por el resplandor de las llamas y el rugido de las salvas de la artillería rusa. Procuro olvidarme de tan horrible escena y seguir el camino hacia mis camaradas.

 Una partida de soldados rusos me descubren y abren fuego, sólo veo cuatro o cinco lucecillas blancas que parpadean incesantemente en la distancia, pero las balas sobrevuelan mi cabeza zumbando como avispas a mi alrededor, estrellándose contra el suelo y las paredes. Reacciono y repto frenéticamente hacia la esquina más próxima consiguiendo acurrucarme junto a la puerta de un comercio. Aún siento el martilleo de los cañones y el temblor bajo mis pies, la tierra tiembla al igual que yo al sentir el atronador sonido de la batalla. Observo largo rato mi pistola, me pregunto de todo acerca de su origen, a quién pertenecería, cuantos hombres habrán caído bajo su fuego. Estoy en un estado de desgaste total, me alejo de la realidad y Acaricio mi Astra notando el frío y liso tacto del cañón. Parece que todo es un sueño, que nada de esto está sucediendo, que estoy en mi casa de Hamburgo, que mi padre está sentado en su viejo sillón fumando en su pipa junto a mí. Hablo con él, hablamos de temas intrascendentes, de cosas de la vida cotidiana y siento nostalgia en mi interior, también hablamos de política e historia, me habla acerca de su participación en el Putsch de Munich del 23, me habla sobre el partido Nacionalsocialista y sobre su admirado Hitler, siento rabia y me muerdo la lengua. Me pregunta que qué tal estoy, que cómo me va en la capital y no me es posible contenerme, le grito, blasfemo, le insulto y le pregunto por qué demonios tuvo que persuadirme de venir a Berlín, por qué tengo que arrastrarme ahora entre la basura, por qué revolcarme en la sangre de mis compatriotas. Me mira impasible y le sigo gritando, grito hasta casi la extenuación, de repente y ante mis ojos todo el salón arde, y él, sentado sobre su sillón de cuero marrón se consume pasto de las llamas.

Una explosión me devuelve a la realidad, un obús ha estallado muy cerca de mí, me asomo a la calle y veo una muchedumbre de gente que corre desesperadamente, estoy confuso, no sé qué está pasando, sólo puedo ver al final de la calle grandes bloques de piedra desmoronándose impacto tras impacto cual castillo de arena, y en dirección opuesta un carro ruso T-34  abriendo fuego y avanzando pesada y lentamente hacia mi posición. Corro mezclándome entre la multitud mientras el blindado sigue disparando y arrancando cascotes a cañonazos. A pesar del estruendo y de los gritos desesperados de la gente solo puedo oír como mi corazón late sin parar, estamos llegando al final de la calle y cuando parece que al fin hemos conseguido huir de la feroz bestia metálica, otro T-34 aparece en el cruce cortándonos el paso. La gente, desesperada intenta huir, pero enseguida se oye ese obsesivo martilleo, y las ráfagas de las 62 milímetros del blindado hacen que todos caigan muertos. Sé que se acerca mi final y el corazón late aún más deprisa,  tres hombres de aspecto tosco y mirada fría y dura se acercan hacia los que aún quedamos en pie, empuñando sus fusiles. Gritan, gritan algo en ruso, están muy alterados. Uno de ellos, un tipo enorme de curtida barba canosa se dirige hacia mí, echa una mirada hacia mi Astra y me encañona con su fusil gritándome algo que soy incapaz de comprender, insiste pero yo no sé qué hacer ni decir, estoy asustado y confuso, sé que cualquier movimiento en falso será el último, así que me dejo llevar y cierro los ojos. Sé que dentro de muy poco se acabará el tormento de las llamas, los cadáveres, el dolor y el estruendo de las explosiones. Finalmente oigo un zumbido frente a mí y mi cuerpo se desploma violentamente contra el suelo, siento como la sangre brota, entreabro los ojos y veo como se extiende mojando la arena negruzca, pasados unos segundos mis ojos se van cerrando poco a poco dejando atrás el resplandor de Berlín.